sábado, 22 de diciembre de 2012

EL OLVIDO DE LA BIBLIOTECARIA



Ayer fui al teatro de La Abadía y me emocioné con la obra El Diccionario. Cuenta la vida de una anciana, que lleva años escribiendo un diccionario en casa, y que acude al médico porque tiene pérdidas de memoria. En realidad padece esclerosis cerebral, enfermedad que le llevará lentamente a un estado de incapacidad mental y física hasta provocarle la muerte. Y mientras acude a la consulta de su neurólogo va recordando su vida. No quiero glosar ahora ni la riqueza de matices, ideas y emociones que trasmite el texto de la obra, ni la magnífica interpretación de los actores (gran Vicky Peña). Véanla si pueden. El personaje de la protagonista es un emotivo homenaje a la vida de la gran María Moliner, y de ella es de quien quiero hablar.
María había nacido en 1900, fue la hija de un médico que abandonó a su madre y a sus dos hermanos, cuando ella tenía doce años. Pese a ello estudió la carrera de Filosofía y Letras, algo poco frecuente en la época. Con 22 años ingresó en el Cuerpo de Facultativos de Archivos y Bibliotecas. Tras desempeñar varios puestos, se casó en Murcia con un catedrático de física.
Dio mucha importancia a la educación de sus cuatro hijos. Junto a otros matrimonios jóvenes contribuyó a la creación de la Escuela Cossío, inspirada en los principios de la Institución Libre de Enseñanza. Con la II República Española se integró en el Patronato de las Misiones Pedagógicas, en la que inició su relación con las bibliotecas. Como bibliotecaria llegó a destacar publicando numerosos ensayos como Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España, o Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Creó bibliotecas rurales, organizó la red de bibliotecas y dirigió la adquisición de libros para todas las bibliotecas españolas. En esos años vivió en una atmósfera de olor característico a papel nuevo y a tinta de imprenta.
“Me llamaban la muchacha del jersey verde. Me hacía gracia lo de la muchacha, cuando ya había pasado de los 30 años y ya había tenido a mis cuatro hijos. Precisamente mis hijos fueron una de las causas que me obligaron a comprometerme en el trabajo bibliotecario. Yo quería para mis hijos la mejor de las educaciones,  pero ¿no tenían el mismo derecho todos los niños, también los nacidos en pueblos muy pequeños?, y los mayores ¿no tenían también el mismo derecho? Como decía el maestro Cossío, el lugar de nacimiento no puede ser un obstáculo para acceder a la cultura y a la libertad que ella comporta.”
También decía:
“En vuestro pueblo, la gente no es más cerril que en otros pueblos de España ni que en otros pueblos del mundo, pero tratad a hablarles de cultura, y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas con un gesto de asentimiento y como de un modo invariablemente responden: eso, eso es lo que nos hace falta, cultura”.
Su labor fue ingente, tuvo una fuerte vocación social y llegó a desempeñar durante la Segunda República y la Guerra Civil importantes cargos al frente de las bibliotecas, ideando un sistema bibliotecario para España que quedó plasmado en su Plan de organización de Bibliotecas del Estado. María Moliner encontró en las bibliotecas su verdadera vocación, para ellas trabajó con denuedo. Ella se sentía una ciudadana republicana, sí, pero de la República de las Artes y las Letras, esa república invisible en que los ciudadanos están unidos por la amistad y la cooperación, en la que el civismo consiste en creer que a través de la cultura los hombres pueden conquistar la conciencia de sí mismos y la libertad. También creía que las mujeres tenían mucho más valor que los hombres.
Pero la Guerra Civil se perdió, y con ella las bibliotecas españolas perdieron para siempre a María Moliner. Fue sometida a un régimen de depuración con el franquismo y degradada en el escalafón 18 puestos. Su marido también perdió la cátedra. Así quedó relegada para siempre en la carrera bibliotecaria, siendo destinada a la biblioteca de la Escuela de Ingenieros de Madrid, en la que permaneció en el anonimato total hasta que se jubiló a los 70 años. Durante todo este período ella pareció enterrar aquellos recuerdos, probablemente para superar su frustración. Decía a su hijo “los recuerdos hay que quemarlos.” Pero en el fondo debía pensar:
“Los he engañado a todos. Les he hecho creer que se me han olvidado aquellos años maravillosos, aquel trabajo apasionante en las bibliotecas de la república, ¿cómo podría olvidarlo, si es lo mejor que he hecho en mi vida? Sí, yo lo decía, pero no los quemé. Sólo los guardé muy dentro, en el lugar de las cosas más queridas. Jamás he podido olvidar aquellos días, en los que intentamos transformar nuestro país con el arma más poderosa de todas, la cultura.”
Entonces, recluida en su vida doméstica, emprendió la tarea titánica de redactar un Diccionario de Uso del Español que logró publicar en 1966, y en el que osó enmendar al propio Diccionario de la Real Academia Española, en la que estuvo a punto de ingresar. Por esa labor inmensa sigue siendo recordada.

Durante los últimos años de su vida sufrió una forma de demencia que le hizo olvidar, una a una, todas las palabras, hasta quedarse vacía, cuando las había amado, glosado, estudiado y recogido en fichas durante toda una vida. Uno de sus hijos compró los derechos de autor del Diccionario a su madre cuando ésta padecía su enfermedad degenerativa. Otro de sus hijos reclamó  años después sus derechos y todavía mantiene una página web en la que ventila tales miserias y codicias familiares. Cruel homenaje a su madre.

María Moliner murió en 1981, víctima de dos enfermedades: una mental que provocó que se olvidara de sí misma, y otra social que provocó el olvido de las bibliotecas a una de las mejores bibliotecarias españolas.

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